Algunos lo llaman míster Scott,
otros prefieren llamarlo míster Robert. Y bien podría tratarse de un buen
hombre, pues no se espera otra cosa de
un guardia de tráfico que asiste la calle junto a la escuela. Varios padres de
familia hasta de mano lo saludan;
después de dejar a sus hijos, reservan
unos minutitos para ponerse al día con los conocidos, incluido Míster Scott. Y
es que Míster Robert aparenta ser amigable con cualquiera, imposible imaginar a
un criminal o un pedófilo. Yo lo saludo para corresponder a su amabilidad, pero
en el fondo tengo mis reservas, no sin razón, claro.
El primer año que abrieron
la escuela y Raúl estaba en primer año, Adrian era todavía chico para asistir a clases, pero me acompañaba a llevar y/o a recoger a su hermano. Entonces, el guardia de tráfico
era una mujer de pelo canoso y recortado
a manera de hombre; también era amable y hablaba con Adriancito, en una ocasión
le regaló un bloc de notas para escribir, o dadas las circunstancias, garabatear.
Al año siguiente llegó Míster
Robert, un negro no muy alto y regordete, se veía también de edad avanzada
aunque no mostraba señas de canas por donde la gorra de oficial dejara asomar
mechas de pelo. Era lunes por la mañana, llevamos a Raúl a su primer día de
clases. Al final del verano la mañana
aun conserva algo de calor y humedad en
el aire. Al llegar al punto de cruce, Adrian se extraño de no ver a la señora
que le hacía gracias y regalitos. Pero con la personalidad del nuevo Míster
Crossguard pronto se olvidó de ella, así
son los niños. El míster era muy atento y se dirigía en particular al pequeño
Adrian que siempre ha sido sonriente, por lo que Míster Robert como muchos
otros adultos, desarrolló un trato
especial para él “¿Te vas conmigo Little fella?” le decía todos los días. Más
tarde llegaría al atrevimiento de expresarme la idea de llevarlo a su casa.
Primero insinúo en dos ocasiones que debería prestárselo un par de
horas. Mientras fueran insinuaciones yo lo ignoraba.
Lo bueno que Adrian a esa
edad nunca contestaba más que con
risillas (lo cual animaba al Míster a seguir con sus coqueteos) escondiéndose tras de mí para no ser
alcanzado por la mano enguantada del crossguard.
Como era de esperarse de uno
que es extranjero, al principio yo no entendía muy bien el acento de Míster
Roberts. Tiene esa particular forma de hablar de los negros americanos que, (lo que no sucede en otros países de habla inglesa)
enredan el inglés y lo mezclan con frases ivónicas o propias de su raza de tal
modo que solo otro negro sabe exactamente de lo que están hablando, sospecho
que por la misma razón Adrian lo miraba extrañado; o por su piel oscura
en la que sus grandes ojos saltones se ven más desorbitados tras de sus gafas
gruesas, algunos lunes los trae rojos a morir, sobre todo en los bordes,
pasaría por un bebedor crónico si me lo
preguntan.
El siguiente año, Adrian
entró al pre escolar, veía a Míster Robert dos veces al día, a la entrada y la
salida de la escuela, fue cuando Míster Robert tuvo el atrevimiento de pedirme
a mi hijo para no sé qué planes…”¿Un par de horas en mi casa?” Naturalmente
reaccione perturbada, y quizá hubiese sido sencillo seguirlo tomando a broma,
de no haber sido tanta la insistencia de su parte.
Por un momento fingí no entender “What?” lo volvió a decir sin vacilar
ante mi asombro. Estaba más claro que el agua. Debía reaccionar. “Oh, no, no
puedo hacer eso. A su papá no le haría gracia, ¡Ni siquiera tantita!” Dije, tratando de ocultar mi perturbación en el tono de voz y
alejándome a la vez hacia la escuela. Míster Robert se quedó en su sitio con el
silbato listo para silbar el “stop” a un carro que venía en marcha, al mismo
tiempo que algunos niños intentaban cruzar la calle.
Beatriz Osornio Morales, imagen de la red.