Un día del mes de julio de un
año que ya olvide, conocí a Gustavo. Me encontraba sufriendo por las cosas
tiradas a la basura debido a otra crisis de aprehensión. En seguida me sorprendí haciendo confesiones a un completo desconocido, hombre atractivo por cierto; alto
y fornido, llenaba perfectamente el pantalón casual que traía, el suéter beige
y hasta los zapatos café oscuro que calzaba.
La gente quiere deshacerse de lo usado, tirarlo, reemplazar todo como si todo tuviese que ser siempre
nuevo.
Yo le dije a Gustavo que sufro por las prendas que han sido parte de
mi piel, como tu recuerdo, pedazo de
trapo rojo, raído si quieres, pero lo atesoro junto con la blusa que llevaba
cuando lo conocía a él. Con esa blusa azul marino que deja ver el cuello sin
obstáculos y traslucir otras partes del cuerpo, me subió el color a las mejillas, como cuando
tus ojos encontraron a los míos, y se quedaron allí mirando, estudiando cada
gesto del alma en mi sonrisa.
Conocí a Gustavo tomando una taza de café caliente, no importa cuándo,
solo sé que era en Julio y era en
casa “y en una banca del parque” la tinta escribe; Gustavo, al principio
simplemente miraba por el rabillo del ojo de las letras. Más tarde declaró que
la trayectoria de las líneas que escribía yo no era derecha. Cuando las letras
buscan defensa, la tinta responde que lo mejor está en lo que no está, como si
dos gentes que se extrañan se unieran mejor en donde no están juntas, como si la
tinta se moviera atraída por una
fuerza de creatividad oculta.
Esto ya lo había vivido, siento como si tus palabras me delinearan, increpa Gustavo.
Las gotas de lluvia caen en el cristal del sueño. Gustavo hace rato que
se quedó dormido con la taza de leche (él no toma café) a medias, en la mano derecha, allí junto al
sillón redondo donde lo escribí por primera vez. Le he puesto un cobertor para
cubrirle del frío. Después recogí la
taza, la puse sobre la mesa de la cocina y antes de irme a dormir, acomodé el frutero en el centro del mantel.
Beatriz Osornio Morales.