A
las diez y seis horas, hora en la que hombres importantes de negocios con
importancia retoman asuntos diligentes, las amas de casa cuelgan la lavandería
para sentirse más cerca del cielo, los obreros regresan del trabajo con una esperanza
más que pelear en el bolsillo, en esta hora inclinada del día en que las
frondas espesas por el verano, difícilmente permiten averiguar cualquier forma
definida, Mauro toma los binoculares,
sale a la baranda y se pone a ver por la calle el bosque:
Las ramas cubiertas de hojas se entrecruzan en
una masa de sombra verde, densa a pesar de la claridad de la tarde; el verdor
de los árboles y el brillo movedizo del viento en las hojas, no permiten ver
los troncos, pero la riqueza junglár de clorofila fabricada por un fuego
escondido, no es lo que atrae el interés de Mauro.
El
hombre observa minuciosamente, ya hacia
el oriente, ya hacia el polo norte del oriente, girando pausadamente 90 grados
al norte y al sur, y regresando al punto donde cree sorprender un movimiento
repentino con el rabillo del ojo. Pero todo sigue igual, sumido en la quietud
del ritmo etéreo; piensa que lo imaginó, o quizá el rumor saltó audazmente
hacia la obliteración antes que el
hombre lo detectara entre los edificios.
Mauro
cierra los ojos para descansar del análisis. Empiezan otra vez los ruidos de
cristal roto, música y voces aleatorias. Cuando abre los ojos, se da cuenta que
sigue pegado al lente de los binoculares, es en ese instante que ve un ave de
paraíso revolotear entre las ramas, sin pensar corre a alcanzar su cerbatana y
sin demora, lanza el mejor de sus disparos, el pájaro resiste la caída
aleteando, pero el viento ésta vez también le falla. El hombre, maravillado por
el golpe de suerte, se asegura de que el ave haya caído completamente, luego sale
de su habitación de décimo piso. Al salir se impacienta porque la puerta del
ascensor tarda en abrir, golpea el botón
repetidas veces hasta que decide mejor bajar por las escaleras. Debe darse
prisa antes de las fieras del bosque tropical se apoderen de la presa.
Al
salir a la calle hay conmoción. Un grupo de personas se aglomera alrededor de
un cuerpo inerte en el pavimento. Mauro no entiende lo que pasa; siente una
gota de sudor rodarle por la cara.
El
tráfico detenido forma una larga fila y las bocinas de los carros no se hacen
esperar. El hombre no soporta el ruido, se confunde, se frota las manos y
aunque era su intensión, los curiosos ya son muchos y no permiten acercase más.
Mauro
se aleja escurridizo hacia la cafetería de la esquina, ordena un americano
fuerte en el mostrador, se sienta en la
mesa inmediata. El corazón late tan a prisa que parece que se le sale del
pecho.
La
camarera trae la vianda en una mano, en la otra mano la cafetera llena.
Pregunta a Mauro mientras sirve el café, si ha visto el atropello de la adolescente que
cruzaba la calle…”Estuvo de terror” “Era casi una niña la pobre” “y el malsano
borracho se dio el arrancón sin que se le viera el polvo” “prrrrf”
Al
escuchar hablar a la camarera, el hombre siente un estremecimiento en todo el
cuerpo, le sudan las manos sin embargo,
no emite una sola palabra, ni una sola mueca. La camarera sintiéndose ignorada
regresa a sus labores de maquinista de cafeteras. Entre ruidos de filtros en
limpieza, la campana de la entrada que suena cada vez que alguien entra o sale,
y el eco del tráfico que comienza a moverse, Mauro se pone a ver por el cristal
de la ventana, pensando más allá de su imagen
agrandada por el vidrio y maldiciendo el color de la tarde.
Beatriz
Osornio Morales.
Algo de surrealismo para los que gustan de este estilo.