viernes, 5 de junio de 2009

MEMORIA DE DOS



La memoria es algo extraño, dicen que es como hacer un viaje hacia lo viejo, una regresión inaprehensible, pero se siente tan real que parece que nacemos de ella y somos ni más ni menos que hijos de la memoria.

Yo me acabo el seso tratando de explicar porqué es que recuerdo lo que tú recordarías a cerca de nosotros. Me he resignado a que no me nombres, es que no dices mi nombre, te refieres a mí como “ella”- fue duro reconocer tu voz, escucharla y saber que eras tú, que cuando hablas de ella, es de mí que te acuerdas, es de nuestras horas juntos que hablas; de esas horas de reposo después de la pasión, recostados en la cama angosta, desnudos. Yo abrazada a tu espalda, tú cerrando los ojos hablas de cosas raras, cosas de las que normalmente no te gusta hablar, esa vez te formé las orejas en tus orejas, era imposible quedarse callada.

Entre dormido volvió a suceder, hablaste de tu infancia. “Cuando yo era un niño pequeño y tenía miedo, mi madre se recostaba conmigo así, muy cerquita a mis espaldas, murmuraba quedo y yo estaba seguro, tan seguro que dormía” Yo acostumbrada a indagar siempre más, pregunté si había sido frecuente, lo del miedo, pero fue inútil, dormías…

Fingí estar dormido pero en realidad, pensaba en el día que ella pasó por mí a la oficina. Teníamos apenas dos horas para comer antes de regresar. Servimos la comida, tartas de papa con ensalada de zanahorias. Nos sentamos frente a frente, teníamos hambre, al menos yo no había desayunado antes de irme a trabajar, intercambiamos algunas frases y empezamos a jugar con las miradas, ella estaba más provocativa que de costumbre, tenía puesto un sueter rojo y un overol de mezclilla, se levantó el pelo sobre los hombros, ella cruzó las manos sobre la mesa, ella me rozo las piernas con sus pies, ella me adivinó el deseo, se levantó sin titubeos, me besó y yo no pude parar.


Nunca lo habíamos hecho como esa tarde, con hambre en el estomago y en el cuerpo. Fue la primera vez que nos desnudamos por completo. Lo hicimos en su cuarto y en el de su hermana –tan inocente la chica- lo hicimos más de una vez. Cuando vi el reloj era casi la hora de regresar al trabajo. Ella sabiendo que no quedaba tiempo de sentarse a comer, bajo corriendo, lavó un par de frutas y sin envolverlas me las entregó a la salida. Esa tarde me sentí feliz, las dos chicas que viajaban en el colectivo debieron notarlo porque no me quitaron la vista de encima.


Beatriz Osornio Morales

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