Solté la mano
que me sostenía, tuve que perderle el miedo a los adverbios de
cantidad, y empecé a dar pasos como un niño que aprende a caminar
por primera vez, sin contar las palabras.
Caminé, un paso a
la vez, pie tras pie. Es mejor no mirar hacia atrás, pensé. Y seguí
andando hacia el mar. A lo lejos se fundían el océano y el cielo en
un mismo tono de vapor azul. Pero antes, noté que de
donde me nacían los acanatilados en los ojos, el pasto se confundía
con moho. Solamente por que sé que son acantilados los distingo.
Para el que mira desde éste ángulo, los acantilados son una línea,
un corte que acaba de pronto en orilla. En este momento el verde y el
azul son las únicas texturas reconocibles. Sigo.
El viento peina mi
frente con el frío particular de noviembre. Mi marido espera sentado
en la roca donde me propuso matrimonio hace treinta años. De pronto
siento la tentación de voltear. Continúa escribiendo, grita él
desde la roca, en el fondo piensa “Si no para nos iremos al
abismo” Ella sigue, centrada en la fonética de las palabras
indiferentes al destino de los amantes.
Hoy en día, de todo
aquello solo queda la mancha del acantilado colgado a la pared, donde
el mar azota sus olas y salpica la leyenda del amante que se lanzó
al mar tras de su amada. Tarde comprendió que la mancha era un
intento de consolación.